Adriano González León: País portátil

 Adriano González León, cronista y viajero urbano - Prodavinci

 

 

   Hubo un tiempo en que se escribían novelas para presentarlas como armas porque se tenía claro cuál era el enemigo: una dictadura, una sociedad injusta, una institución opresiva. Entonces se sumaban muchos a la loa y la defensa (aun a media voz), se alentaba al autor a decir las verdades que en la literatura tan bien se expresaban y cristalizaban. Hubo un tiempo en que se escribía arriesgando mucho, dando lo poco que se tenía, que era todo, en beneficio no solo del autor y de sus elegidos lectores sino de todo un colectivo, toda una masa, esa masa que tanto se ha despreciado, vilipendiado, manipulado después cuando aparentemente el conflicto había acabado, la democracia se había restaurado, el capitalismo había vuelto a ser el pacificador y creador de sueños. Hubo un tiempo en que resultaba creíble que un tipo con una bomba en un maletín fuera defensor de todo lo bueno y de todos los buenos oprimidos, fuera el que se sacrificaba para despejar brumas y abrir nuevos horizontes que beneficiaran a casi todos, porque entonces casi todos eran muchos y se sabían integrantes, porciones vivas de lo que alimenta, sustenta una sociedad. En ese tiempo había novelas como País portátil, de Adriano González León, que eran arma, literatura, amor y afán de destrucción y reconstrucción y encarnaban algo noble, pujante, de verdad libre y de verdad valioso. Muchos años después, ya se buscan otras lecturas de libros como este, se los mira con condescendencia, se los acusa de ser demasiado directos, demasiado políticos, y para no dejarlos caer y no negar del todo su innegable valor se los lee con ojos actuales en los que ya no hay chispa más que para el erotismo y el desdén por el pasado cercano que se quiere presentar ya como muy remoto. Cómo no ver la creatividad inmensa de las páginas que están escritas con largas tiradas de puntuación libre y cómo no ver el lirismo genuino de esas otras en que el que ama siente que es más porque es mirado, porque es tocado, porque es acompañado, porque es acariciado por quien no cree merecer. Cómo no ver la crítica acerada a los que tuvieron galones y guerrearon y luego mandaron sobre hombres y sobre todas las mujeres, que eran para ellos objetos de obligada reverencia y aceptación. Cómo no ver la desilusión tan bien expresada por quienes luchan y exponen sus vidas sabiendo que no habrá más recompensa que un disparo en el pecho o en la cabeza después de las reuniones, la pegada de carteles, los mítines instantáneos. Cómo no ver que hay tanta vida ahí, que hubo tanto malgasto, que se cambió tanto para volver luego al punto de partida y al disfraz y la persuasión para que los amos sigan siendo los mismos de siempre, los mentirosos los ganadores y los usurpadores los rostros más conocidos. Cómo no ver todo eso y querer negar que este es un gran libro, una novela de alta categoría que ya no se encuentra en ningún catálogo editorial y quizá por eso, por seguir viva y libre, no ha claudicado nunca.

P.D. James: Sangre inocente

    



    No tiene demasiadas obras maestras la novela negra. Los autores suelen atenerse a un esquema muy definido y cómodo y apenas introducen novedades. La repetición es lugar común en un mundo con tantos inspectores de vida personal complicada, detectives de moral poderosa, delincuentes incomodados. Todos poco incómodos, manejados por un demiurgo que se luce y no los deja vivir en libertad o que los obliga a ser parte de una trama en la que los personajes son apenas esbozos. 
    El que obtiene un éxito suele insistir, repite logros y puntos de vista. Si es con un personaje, lo explota hasta que en ocasiones acaba convertido en caricatura. O ambos. Por eso, en la novela negra hay poco riesgo habitualmente, cuanto más se avanza en la lectura de un libro menos te sorprendes. Y constatas que los autores son habitualmente de mentalidad reaccionaria, aún pendientes de quién mató a quién, por qué y para qué: limitaciones autoimpuestas y ya superadas pues desde los inicios del género ha llovido mucho. 
   Tambien P.D. James tiene un personaje icónico, al que dedica un buen puñado de novelas, notables algunas de ellas, no en vano se trata de una de las mejores plumas que ha dado la novela negra. Sin embargo, Sangre inocente no pertenece a ningún ciclo, no se vale de personajes conocidos, no se ampara en una manera de hacer muy conocida para la autora. Y es una obra maestra. Una de las pocas de este género, en el que hay muchas notables, bastantes de buena calidad e infinitas de mediocre calidad, simplemente repeticiones y copias y copias de copias. Sangre inocente es una obra maestra porque incomoda, porque invita a entrar en territorios que no están trillados, porque tiene unos personajes vivos y una escritura sobresaliente. Y porque su autora da una lección de humanidad, de conocer a las personas y de entenderlas, de saber cómo tratarlas y aceptarlas, de cómo perdonarlas y amarlas con sus defectos tan absolutamente auténtica y conmovedora que apabulla en su sencillez y su transparencia, su pureza y su ahínco, la de una maestra de la literatura en su más alto grado, en su momento más brillante y esclarecedor, el que toca a unos pocos durante todo una carrera, tras vaciarse y llenarse de mucho que no se asimila de primeras y va formando un poso que cuando cuaja deviene un fruto esplendoroso. El sublime final de esta novela conoce pocos parangones, las siete últimas páginas, en las que desembocan todos los fuegos y en las que fulgen todos los hielos es extraordinario, y en su naturalidad, en su vencimiento de todos los poderes fútiles hay una llamada a la dignidad, a la empatía, a la permanencia como pocas veces hemos tenido oportunidad de ver, leer y compartir. Mucho más allá de la sorpresa final, del embobamiento hipnótico, de la palmada ante los ojos ya atónitos, la gran aportación de P.D. James consiste en nombrar con cordialidad, en no demonizar, en rendirse ante quienes son mejores porque no se han mentido ni han buscado la destrucción ritual y además mantienen en la memoria los actos de otros a quienes echan de menos después de dejarlos voluntariamente solos y heridos en lo que se llamaba amor y era sentir más vivo al otro que a uno mismo, ejercicio casi inexistente en la actualidad, realidad de un pasado no muy lejano que nunca desaparecerá mientras haya personas que defiendan el derecho de los demás a equivocarse. 
   Todo en esta novela tiene varias lecturas. Todo está pensado para que el lector releea. Todo está escrito para que el lector disfrute y se pregunte si no se estará equivocando cuando sigue un camino e imagina qué pasará más adelante. Pero no hay trampa, no hay juegos: hay una clara luz que ilumina a quien se ha incomodado a sí mismo, a quien se ha hecho preguntas profundas, a quien ha ido de verdad más allá de la palabra y de la escena y de las imágenes. Se parte de una venganza, tema clásico, y a partir de ahí nada será como se espera en una novela de fácil consumo y olvido. La escritora, personalmente conservadora, suelta las riendas, se olvida de sí misma, permite que brote la verdad que solo los grandes creadores hallan cuando en sus manos hay algo poderoso y palpitante y sigue a la materia y encuentra dentro de ella lo maravilloso, lo mejor, lo verdadero, lo que era único y único es dado a otras manos, a otros deseosos de conocer lo que mueve a los que han conocido a la asesina de una niña, a los que han adoptado a la hija de la asesina, a lo que impele a matar al padre de la pobre niña asesinada. Trasciende P. D. James porque sin abandonar la novela negra la llena de la pulcritud y la inteligencia del estilista aplicado a una tarea concreta, de la grandeza del drama y del melodrama que no encalla en la lágrima ni en el desasosiego epidérmico: así, como otros grandes autores de la literatura, orilla la autora todo moralismo, plantea situaciones y diálogos que suenan auténticos y se aparta de sus limitaciones y sus puntos de vista para crear personajes que no mueren al cerrar el libro, eso que muy pocos han conseguido en tantos siglos de literatura. Creo que es un esfuerzo bien recompensado, porque Sangre inocente es una de las pocas -cinco o seis- obras maestras que yo he encontrado en la novela negra después de muchos años de lecturas.  

Gillian Flynn: Heridas abiertas

   


   Tiene esta novela un personaje singular, y eso atrae siempre a cualquier tipo de lector. La narradora y protagonista se autolesiona con cuchillos y su piel está marcada en todos los sitios no visibles. Se ha escrito palabras, muchas palabras que a veces le queman bajo la ropa, a veces le hablan, le reprochan, le traen intensísimos recuerdos. Palabras que son cortantes, palabras que pueden ahogar y matar. Este personaje es de los que en manos adecuadas puede ser inolvidable o solo una figura mal aprovechada, vista al trasluz. No es el caso: el mayor merito de la novela lo constittuye este personaje, que no es toda la novela pero sí lo más importante de la historia, aunque esta aparezca ante nuestros ojos antes que nada como una historia criminal. El personaje está muy bien entendido, muy bien creado y mostrado, y no hay gratuidad en sus padecimientos, en su drama. No sufre para nosotros, los lectores, no se le maltrata para que podamos verlo padecer. Y eso hace que sea creíble. 
   La novela parte de una investigación criminal para llevarnos a los dolores íntimos, a los desgarros que nunca un periódico ni un telediario pueden mostrar de manera correcta, profunda, veraz. Y, sin embargo, pese a la medida casi perfecta de la trama, a la creación también muy bien definida de las adolescentes que con trece años ya no son niñas más que a ratos (la libertad creativa de Flynn nos acerca a escenas que pocas veces se leen en novelas bien escritas, no sensacionalistas, y nos inquietan porque sabemos que no sabemos, que los mayores solo intuimos) y al ritmo pausado pero seguro con que se nos acerca hasta la resolución del caso, todo esto palidece al lado de lo que Flynn nos dice que siente la narradora, la sufrida narradora; al lado de lo que se está rompiendo aún más dentro de la narradora; al lado de lo magníficamente plasmado que queda un pasado roto y cortante que quizá no tiene remedio en la cabeza de la narradora. Dejando a un lado los trucos y lo truculento, Gillian Flynn suma con Heridas abiertas un personaje importante a la historia de la literatura, una referencia segura, y lo celebro aquí y ahora, porque es un personaje que invita a la empatía, ese bien preciadísimo que va escaseando y volviéndose cada vez más raro en nuestras sociedades de ególatras untados de cremas y perfumes evanescentes que duermen junto a estrechos espejos que solo pueden reflejarlos a ellos y a la nada que hay a sus espaldas.

Arturo Pérez-Reverte: El club Dumas

   


   Ante todo novela policiaca, de lector avezado y alumno más que aventajado de algunos clásicos imprescindibles del siglo XX, Arturo Pérez-Reverte sabe entretener como pocos y juntar géneros sin que molesten las costuras gracias a su admiración infinita por los autores y los libros a los que homenajea en este notable título que le granjeó merecida atención y reconocimiento. Su sentida admiración cuaja a lo largo de prácticamente todas las páginas en algo que nace pequeño y va agrandándose conforme el autor gana pulso y soltura hasta despertar una simpatía duradera y una complicidad imbatible en el lector. Hay excesos, claro, aunque quizá necesarios: el protagonista crédulo y demasiado listo a la vez; el laberinto que desemboca en la pieza ya conocida; una sexualidad elemental: necesarios para que no se salga de la trama libresca, para que no dude el lector de que hay una historia que es hija de otras historias, como cualquier libro es hijo de otros libros (a veces muchos, en ocasiones muchísimos, algo loable, muy loable). Quizá falta a ratos no caer en tópicos, pero es disculpable porque la narración nunca encalla, nunca se rompe como ocurre en otros libros parecidos que apenas esconden el interés de su autor en canibalizar, en aprovecharse sin aportar. Pérez-Reverte ama a los clásicos de los que habla en este libro, y eso se percibe claramente: así, El Club Dumas es una continuación, una puesta al día, una página más que busca estar junto a esos clásicos para acompañarlos, para mostrarles su respeto y su devoción. Es una página más y es una página, en muchos sentidos, admirable.  

Peter May: Entry Island

   


   Novela que narra hechos acontecidos en dos épocas muy distanciadas en la vida de dos personas y sus descendientes y que tiene logros también muy distanciados, ya que la historia del pasado es muy superior a la del presente, muy típica y previsible en todo momento esta, quizá porque se acude demasiado a lo fácil de una investigación policial y a una resolución no menos elemental con motivación que aunque no rompe con la importancia de los temas del libro sí aparece digamos que demasiado socorrida. El problema de estos libros es que hay detrás escritores con cosas que decir y con un talento notable para decirlo pero apuestan por la fórmula del best seller y de lo ya sabido y de lo ya visto sin apenas esforzarse en doblar recodos o en narrar de manera directa, sin suspenses endebles y sin investigaciones que todo deben aclararlo en un simple desenmascaramiento de tres páginas y treinta líneas de guión. La historia de los expulsados, de los desterrados, contada con ojos muy abiertos y ciñéndose a la verdad de lo que sufrieron las personas y la emoción de sus viajes y sus cuitas en un nuevo mundo habría servido para cosechar una gran aceptación y una valoración más que notable. Pero al envolverlo todo en la trama criminal tan típica el libro queda desequilibrado y roto, como descosido y con un punto grande de fuga por el que huye todo lo que pudo haber sido y no fue al entregarse tan claramente al folletín y al recurso tan manido de la casualidad develadora. Parece el sino de nuestro tiempo: buenos artistas que no miman su talento y solo buscan la aceptación a través del éxito fácil e inmediato. Insisto: la novela no resistirá así el embate de las series de televisión, en las que se narran muy bien novelas en capítulos de 50 minutos. Es necesario entretener y captar la atención con otras artes. Transitar el mismo camino solo llevará al colapso y a una vía sin salida, al aburrimiento y a la derrota. Mírese hacia el pasado, véase la tradición, recupérese lo mejor del arte de novelar y se verá que aún está muy vivo este género. 

Gustavo Malajovich: El jardín de bronce

 


   Novela que tiene detrás la mano hábil de un buen guionista, está además bien escrita en general -por una mano que no desdeña lo habitual en el thriller comercial pero permanece atenta a la oportuna utilización y buen uso de la literatura de calidad como en muy pocos best sellers hallaremos- y supone el comienzo de una saga que promete ser una referencia en su marco, el de la novela de intriga. Las historias de desapariciones poco pueden sorprendernos ya, pero esta lo hace porque el autor crea a un personaje poderoso y creíble que no es policía, sino un ciudadano común cuya hija ha desaparecido y decide buscarla al margen del ineficaz trabajo de la policía. Esto lo sitúa en una perspectiva muy diferente a la conocida en series y películas, casi siempre vistas desde los ojos de los investigadores con placa, y al espectador lo ayuda a comprender mejor y a escapar de lo predecible. Como entretenimiento, es un libro insuperable. Pero además nos servirá para meditar sobre el dolor solitario, la pérdida y el secreto, el amor incurable y la imposibilidad de saber más allá de donde la realidad alza barreras creadas por los sentimientos rotos. La prosa es buena, casi notable, y los trucos no empañan el acierto de las imágenes más definidas, como la de esa niña que antes de desaparecer ha perdido un muñeco o la de los viajes por lugares que pueden ahogar a un hombre que no esté muy despierto. Y, por último, me parece entrañable el detective privado desmitificador y noble que acompaña al padre herido durante las pesquisas: es el mejor personaje del libro.    

Juan Herrezuelo: Las flores suicidas

   Tiene cinco relatos este libro:

   La esfera de sus plumas: La imaginación de Herrezuelo, siempre cercana a lo que brilla al otro lado de las cosas, vuela libre y poderosa en este relato que empieza con ecos de Cortázar, se desarrolla con otros de Saramago y se acerca a su final con otros del mejor Stephen King, ese escritor siempre apenas valorado por la crítica pero capaz como pocos de definir los miedos y los temores de una época. En su final hay un Herrezuelo más personal, o el más personal, mejor dicho, aquel que tiene un alma sencilla y mira al mundo con una distancia apaciguadora y algo distanciadora que no encubre su sensibilidad antigua, noble y quizá pasada de moda para los gustos de quienes se pelean contra zombis en las pantallas y se adormecen ante los televisores en los que algunos personajes de ficción se matan ya casi con desidia, ahora que la muerte es lo más común en los telediarios y lo oscuro es lo único que altera, aunque brevemente, las emociones asustadas por lo cotidiano real. Herrezuelo no quiere ir más allá de lo que se plantea en este relato como una sensibilidad antigua porque busca al lector cómplice, al lector que ama las palabras y las paladea releyendo frases y disfrutando con inesperados adjetivos junto a conocidos sustantivos para obtener una experiencia estética de alta categoría. Y aquí aparece la influencia más callada, la menos evidente: Kafka. Porque las palomas del relato no son pájaros, porque la ciudad cerrada no es una ciudad, porque la narradora no es una narradora, como un famoso personaje de Kafka no era tan solo un insecto. Y empieza el desafío a lo que el lector daba por hecho, y el final y el tono demodé se convierten en algo afilado y menos reductible, como en los relatos del gran Henry James menos apegado a lo cuantificable y ordenable. Así que, una vez han comparecido todos estos maestros de la literatura para dialogar con nuestro autor, dentro de su texto y fuera de él, sin que nada rechine, ¿quién osará decir que no es otro maestro -pues nada de ejercicio vano ni hipertextualismo ni de manía de epígono hay aquí- el que firma La esfera de sus plumas?
   El fuego sordo es un relato cortazariano que nos plantea cuáles pueden ser los límites del realismo y de un cierto tipo de relato que juega con las apariencias hasta reducirlas al tamaño de una caja de cerillas y es capaz al instante siguiente de agrandarlas hasta mostrarlas con el tamaño de un paisaje real visto de manera frontal y en vivo. Herrezuelo, ante todo, demuestra que su idilio permanente con la mejor prosa no es nunca casualidad y ofrece una lección de narración vivísima con imágenes muy poderosas -el juego en el asiento el coche, la tripa de la embarazada, la ventana alta y oscura- que nos hablan de su talento inmenso, uno de los mejores para la narración en tercera persona de nuestro aquí y ahora, plagado de voluntariosos epígonos fallidos de Hemingway que no dan más porque no tienen más que dar y de acartonados creadores de prosa rimbombante que suena a caduca y muerta desde la primera línea porque amar la literatura no es ser amante de ella. No está este a la altura del anterior relato porque aunque se nos aporta una visión actual de la derrota social y económica muy apreciable, hay en el cuento un exceso de abstracción interior y una aceptación excesiva de las reglas cortazarianas que limitan la creatividad de nuestro buen autor. Pero, claro, decir que es un relato menor de Herrezuelo significa decir que es como poco un notable relato.
   Vísperas de olvido: Insuperablemente escrito, con una prosa que es dúctil y armónica como pocas, con aciertos expresivos y con una creación de imágenes de alta escuela, que sirven a su autor para demostrar que es uno de los mejores escritores con que contamos en la actualidad, este relato nos lleva de la realidad a las apariencias sobresaltándonos, preocupándonos, inmiscuyéndonos inteligentemente. Herrezuelo nos muestra sus dotes de excelente dialoguista, que se sustentan en un ingenio natural y nada forzado, fresco y envolvente, de experto lector de teatro y practicante acaso en secreto del mismo -quedan las ganas de seguir leyendo más páginas con la obra iniciada e interrumpida, incluso una completa, tan bien crea personajes y situaciones el palentino en muy breve espacio-, y con la misma soltura baraja las superficies de realidad sin rompimientos, sin saltos bruscos, como en la salida o entrada al sueño de cualquier persona que se duerme relajada. Pero el relato no es redondo porque se nos explica, y es la parte más floja: a la escritura de máxima exigencia no la acompaña una elección mejor que la de cerrar con una imagen definitiva, cuando quizá era preferible que el relato volviera a la primera realidad, a la no asible, a la que no se puede asimilar fácilmente solo por medio de una excepcional prosa y una técnica literaria de impagable valía. 
   El camino de los aires: Rozando la genialidad al usar unos materiales que aúnan casi a la perfección lo más literario y lo más vital, lo más clásico con lo más actual, Herrezuelo abre un espacio para el sueño con este relato que lo sitúa cerca de algunos autores que nunca se conformaron con lo que la vida les ponía delante de los ojos y de otros que soñaron sin cerrar los suyos. Discurre con una magnífica cadencia y un ritmo sin duda maestro, de gran escritor que hace suya una historia y no solo la cuenta y la canta, sino que la entrega como desprendiéndose de algo muy íntimo y muy real. La genialidad -eso que aparece pocas veces en una generación de escritores y que acaso entre los de la generación de Herrezuelo ninguno ha oteado- se mueve por la primera parte del relato y hasta su mitad -cuando hace aparición la Empresa se destensa algo la magia, se difumina un poco la magia y se nos obliga a mirar donde el espacio de la fabula momentáneamente se adelgaza- muy claramente. Aunque todos los materiales no son suyos -nadie ha usado nunca en literatura nada enteramente propio-, el palentino los equilibra y los usa hasta ennobleciendo alguno y nunca nos arroja a la sima del sentimentalismo, el principal escollo para quien desde hoy y con la vista puesta en el éxito se enfrentaría a la redacción de este hermoso cuento casi nacido al arrullo de un entresueño y acaso para él destinado. ¿Cómo no oír la voz del chiquillo cuando vuelve a hablar, la de los trenes que pregonan el regreso a la actividad, la de Eduardo que le cuenta al narrador sus sufrimientos y sus entusiasmos inapelables? No solo es un relato memorable, sino que es uno de los mejores que se han publicado en nuestro país en los últimos años, y que no engañe al receptor la amistad que me une con el autor ni el nombre poco conocido de la editorial: esta afirmación la hago con el ánimo asentado y el convencimiento seguro de que los lectores no verán entusiasmo excesivo sino reconocimiento sincero de quien también escribe y publica libros en la actualidad pero no tiene empacho en reconocer lo que ha de destacarse y celebrarse en el ámbito de nuestras letras.
   Las flores suicidas: Es un relato sobre conspiraciones, o más bien habría que decir que trata sobre la Gran Conspiración. Lo mejor está en la voz de quien cree en la conspiración y suministra datos que cuando el lector acabe de leer el relato tendrá la sensación de que son algo muy vivo y que se alza como un montón de cajas de información muy sólidas ante sus ojos apenas aparte la vista del libro. Juntar tan bien todos los hechos reales es el gran logro que otorga verosimilitud a la narración, a la par que una gran inquietud: los mejores materiales para una obra narrativa. Sin embargo, Herrezuelo cae en su propia trampa y nos lleva hacia lo que más tiene de novelesco esta historia y le resta con eso hondura humana y alcance más allá de lo puramente literario con unos personajes y unas historias que desvirtúan la central y la doblegan con un final en el que manda el escritor y es vencido el fabulador. No se trata de asustar, pero tampoco de tener miedo de dar un paso hacia el otro lado, pues el conspirador está del otro lado y se le abandona por mor de un acierto de perspectiva que en verdad lo inutiliza en buena medida, con lo que no se consigue crear una historia tan hermosa y tan fascinante y tan irrepetible como en El camino de los aires, relato que es maestro en sumo grado y vale por sí solo para que sea tenido este libro -acompañado de cuentos que oscilan del notable al sobresaliente- como uno de los más destacados del año cuando empiece a hacerse recuento.



 
 


   

P. D. James: Muerte en la clínica privada

   


   Novela escrita sin prisas, con una historia contada sin prisas y unos personajes dibujados sin prisas, Muerte en la clínica privada es una novela negra modélica. Tenemos a un detective investigador, un asesinato y a unos cuantos sospechosos en un lugar apartado. Las indagaciones no son en ningún momento pesadas, los interrogatorios no son largos, no se nos obliga a dar vueltas alrededor de los sospechosos hasta arrojar luz sobre uno después de sembrar sospechas, descartar nombres, volver sobre los hechos una y otra vez, como ocurre en tantas novelas policíacas. La sabiduría narrativa de P. D. James, una escritora de fuste que nunca escribió malos libros y eligió el género negro porque como otros grandes partía de ahí para hacer obras memorables, nos evita todo lo accesorio y lo vacuo, que más destilado se nos presenta ya en cualquier serie televisiva. James crea personajes, ahonda en sus querencias y en sus obsesiones, y los lleva a escenarios criminales para ver cómo se desenvuelven, qué hacen en situaciones límite, qué pueden aportar, qué los cohíbe, qué los cambia. Alternando de manera inigualable el punto de vista, que salta del menos interesante al más seguido de los personajes, transita por la historia con una fresca soltura y no nos impone una sola visión limitadora, con lo que el libro no es en ningún caso ya exclusivamente una novela negra, aunque nunca deja de serlo, bien claro quede: conoce los límites James, no los sobrepasa, y los estira sin romper nunca lo más importante, que es la verosimilitud, eso que falta en tantísimas novelas dentro y fuera del género, con autores empeñados en obligar a los personajes a pensar y actuar como a ellos les da la gana, sin permitirles que crezcan, que se expresen libremente. 
   Lo mejor del libro es, sin duda, la escritura de James, atenta al detalle poético, a la imagen fijadora, a la inspiración y al trazo firme que fija en la memoria un gesto, un acto. En esto tiene pocos seguidores y pocos competidores esta gran novelista. Se diría que estamos ante una gran pintora que retrata escenas pequeñas, alguna muy conocidas, para que todos puedan entender y sentir:  y no elijo este verbo por que sí: sentir es lo que le va quedando a la novela, herida por los grandes aciertos narrativos de las series con varias temporadas que son las herederas de las narraciones novelísticas de otros tiempos, y que no competirá jamás en imágenes ni en síntesis. Sentir es sinónimo de empatizar en lo que trato de deciros, sentir es capacidad para comprender a otro, sentir es también posibilidad de pensar como otro que huye de una escena del crimen o se acerca irremediablemente a ella. En esto, P. D. James demuestra ser una gran maestra, y se merece un lugar junto a Chandler, Hammett, Macdonald, Montalbán, Madrid y otros, pues a su manera más sentimental y filosófica, nos cuenta los males de un mundo que está aquí al lado, en la esquina, en la casa vecina, nos habla de los desarreglos, los desacuerdos, nos habla de los instintos definitivos con la congruencia y la terrenalidad adecuadas para que sus historias suenen como canciones ejecutadas en el filo de la navaja con una voz culta, rasgada y sumamente expresiva. 

Juan Madrid: Crónicas del Madrid oscuro




   Releo un relato de este libro de cuando en cuando y me digo: Qué bien resiste el paso del tiempo, qué verdades contó el maestro en este gran libro. Y pienso que es uno de los más me han influido como narrador y de los que sigo considerando mejores, con y sin género de por medio. Y lo recuerdo por escrito, aquí y ahora, para quien quiera saberlo y pueda interesarle: Crónicas del Madrid oscuro es uno de los mejores libros de relatos publicados en nuestro país, un libro inmortal que dentro de algún tiempo será revisado y canonizado y obtendrá la justicia crítica que se merece. Palpitante de vida como pocos, le habría gustado mucho leerlo al gran Baroja. 

Series

Últimamente hay muchas series que se acercan al universo policíaco, que no negro, y nos devuelven a los misterios a lo Agatha Christie: entretienen, pero poco más. 

M.O. Walsh: Sol robado



    En un barrio familiar de Baton Rouge, el verano de 1989 transcurre apacible a pesar del insoportable bochorno. Las clases han terminado y el narrador, un adolescente de catorce años, pasa las vacaciones pensando en Lindy Simpson, la joven vecina por la que se siente atraído desde niño; pensando en ella y... espiándola. Hasta el terrible atardecer en que Lindy es víctima de una brutal agresión. Nadie logra identificar a su violador, y la policía jamás encontrará al culpable. Veinte años después de ese suceso que cambió para siempre la vida de nuestros protagonistas, y también la del barrio, el narrador «revisita» aquellos cruciales días del pasado para tratar de entender lo sucedido.

   Edita: Tusquets

Annie Proulx: El bosque infinito




    A finales del siglo XVII, René Sel y Charles Duquet, peones contratados para cortar madera, desembarcan en Canadá, conocido entonces como Nueva Francia, con un magro contrato para trabajar en durísimas condiciones en las tierras de un déspota colono francés. Mientras Duquet, astuto y taimado, cae enfermo y escapa de esa «esclavitud» para acabar dedicándose al comercio de pieles y, finalmente, de madera, René, sensible a su entorno, se queda en la plantación y sobrevive a su «amo», unido a una india mayor que él. Pese a que los destinos de ambos se anuncian trágicos, sus sucesores, a lo largo de tres siglos, seguirán ligados a lo que ―cuando sus antepasados llegaron― eran unos bosques sin límites, aparentemente inagotables. El bosque infinito sigue a los intrépidos descendientes de René y Charles hasta la actualidad, en un viaje a través de Norteamérica, Europa, China y Nueva Zelanda: una aventura llena de peligros, venganzas, aniquilación cultural y amor por las tradiciones indias, en una novela que explora no sólo las relaciones entre los pueblos (indios y colonos; franceses, ingleses y norteamericanos; Oriente y Occidente), sino también la implacable destrucción de la naturaleza por el hombre.


   Edita: Tusquets

Jorge Zepeda Patterson: Los usurpadores


   


   
   

   A punto de concluir el mandato del presidente Prida, se desencadena una feroz lucha entre los tres candidatos al puesto. Los aspirantes mueven fi cha, pero si bien las estrategias políticas y sociales deberían ser el límite, uno de ellos, un militar fanático arropado por algunos compañeros, traspasa todas las líneas rojas orquestando una masacre en la Feria del Libro de Guadalajara con el objetivo de desestabilizar el país.

   De nuevo Los Azules, el grupo de amigos de la infancia que ocupan cargos de poder, serán parte involucrada en la trama tratando de averiguar quién está detrás del atentado y qué relación guarda éste con el tenista de élite Sergio Franco, a quien un sicario ha tratado de asesinar.

Edita: Destino

Martín Kohan: Fuera de lugar




Fuera de lugar transcurre en geografías diversas: la precordillera, el litoral, el conurbano, los remotos países del Este, una frontera. Y también en Internet, el espacio de todos los espacios. Claro que los personajes que se mueven de un lugar a otro, los que parten y se aventuran, no van a quedar por eso más cerca de la verdad que aquellos que se quedan siempre fijos en un mismo punto. Y eso porque la lógica que se impone en Fuera de lugar no es otra que la del desvío. El desvío: ya sea en las perversiones de las fotos con niños que se narran en el comienzo, ya sea en el viaje en extravío que se narra en el final.
¿Qué es lo fuera de lugar en Fuera de lugar? En parte lo es la aberración: eso que no debería suceder y, sin embargo, sucede. En parte lo es la descolocación: el modo fatal en que se desorientan y se pierden aquellos que más seguros se sienten de estar siguiendo las pistas correctas. Y en parte lo es la forma en que Martín Kohan dispone la trama policial de esta novela: hay actos y hay huellas, hay hechos y hay consecuencias; pero las huellas y las consecuencias aparecen siempre en un sitio diferente del sitio donde se supondría, donde se esperaría, donde se las va a buscar.
«Don para hilar diálogos absolutamente naturales. Kohan escribe con una elegante ligereza, con gran atención al ritmo. Lo suyo es la palabra medida, certera. Impecable escritura» (Ernesto Calabuig, El Mundo).
«Prosa hipnótica. Un escritor dueño de un universo literario y de un estilo propio; un escritor de incuestionable firmeza» (Ricardo Baixeras, El Periódico).
«Un escritor llegado al puerto seguro del talento» (Ricardo Menéndez Salmón).
«Rendido a sus pies, señor Kohan» (Carlos Zanón,Avui).


Edita:  ANAGRAMA