Relato: "Porque me quería", de Isabel Barceló

Decía que me quería y que por eso lo hacía. Por celos, aunque yo nunca le di motivos. Y otras veces porque pensaba que me equivocaba y que la única manera de que yo aprendiera a hacer las cosas como Dios manda era molerme a palos. La letra con sangre entra, me decía. Sólo con que llegara cinco minutos más tarde que él a casa ya la tenía armada. Con quién andabas, hija de perra, mala puta, que te voy a hostiar hasta que se me rompa la mano. Y yo diciéndole que me había entretenido dándole la cena a mi madre, Manolo, por Dios, que es una pobre vieja que ya no puede valerse. Yo tapándome la cabeza con los brazos y él dale que te pego a puñetazos y a patadas, gritándome que a ti lo que te gusta es que los tíos te vean menear el culo, so guarra, pero ándate con ojo que aquí el más macho soy yo y como se te arrime alguno es que te parto el alma. Me quería como la primera vez. Y la prueba es que enseguida quería cama, sin poderse aguantar, tan urgente que con la última manotada ya me estaba arrancando la ropa y tirándose encima de mí de cualquier manera en cualquier sitio. Por eso le daba tanta rabia pensar que podía gustarle yo a otros hombres. Por eso y porque el pobre tenía muy mal beber y enseguida se imaginaba cosas que no eran. Quién iba a mirarme a mí, un saco de huesos, con la cara hinchada y llena de moretones por todas partes. Hecha un adefesio con la ropa vieja que me daban las vecinas. Y aún las trataba de furcias y metomentodo y ellas salían corriendo si pillaba a alguna en casa. Te he dicho mil veces que no quiero que te juntes con esas gorrindongas, pero tu eres peor que ellas, mala pécora, y yo refugiándome en la cocina y diciéndole que fulanita había venido a devolverme un cazo que le había prestado a mediodía, pero no me servía de nada.
Y ahora aquí estoy, sola. Ni siquiera para tener hijos he servido, así que no tengo que darle cuenta a nadie. Mejor. Me miro y me remiro en el espejo y me toco el cuerpo, la cara. Es rara esta sensación de que no me duela nada, de verme los dos ojos iguales, y los labios iguales y las mejillas iguales a los dos lados de la nariz. No parece mi cara, aunque ya no me acuerdo de cómo era antes. Mi madre también me mira y me toca sin hablar, levantando la mano cuando le llevo la cuchara a la boca. Un día se echó a llorar y yo también me eché a llorar, sin saber por qué. Pobre vieja, tan arrugada y encogida en la esquina de una cama que se le queda grande, tan menuda que ya ni treinta kilos pesará. A lo mejor ella sí que se acuerda de mi cara, pero no puede hablar.
No sé que hacer. Mis antiguas amigas, mis vecinas, me dicen que me tengo que poner a trabajar y yo digo que sí, pero que no sirvo para nada, que no sé nada, que quién me querría contratar para hacer qué. Si tu sabes llevar muy bien una casa, no hay otra más limpia que tu ni más dispuesta, me dicen. Cuidar viejos, eso se te da muy bien, o cuidar niños, que para aprender a manejarlos no hace falta haber parido. Y quién va a enseñarme con lo burra que soy, les contesto, si ni siquiera mi Manolo pudo sacar partido de mí. Mira que yo me esforzaba, pero nunca conseguí que le gustara la comida, ni cómo le planchaba la ropa, ni el arreglo de la casa ni nada de nada. Y si a él no le gustaba lo que yo hacía, y era mi propio marido, a quién le va a gustar. Se enfadan y me dicen que soy tonta, que mi marido era un animal y un gilipollas y que lo único que sabía hacer era darme mala vida. Pues putero no era, les contesto, ni jugador, siempre de la faena al bar y del bar a casa. Y si el dinero no le llegaba era porque tenía muchos gastos y poca cabeza para administrarse. De vez en cuando me pegaba, eso es verdad, él mismo lo reconocía cuando estaba manso, pero que era siempre por mi bien, porque me quería. Entonces se echan las manos a la cabeza y me dicen que si con las palizas que me daba aún me creo yo que me quería, una de dos, o es que estoy sonada de tanta zurra o es que soy mas simple que un cubo boca abajo. Y que si no se hubiera muerto de una borrachera, la que estaría ahora criando malvas sería yo. Eso me dicen.
Muchas veces, cuando se acerca la hora de cenar, aun me entran prisas y tembleques, como si fuera a volver de un momento a otro. Pero no. Del otro barrio no se vuelve, ni siquiera para asustar a los vivos, como sale en algunas películas que el muerto se aparece por la noche para vengarse del que lo ha matado. A mí eso no me da miedo, porque yo no tenía mala intención. Las cosas se presentaron así, de repente, y tuve que hacerlo no por mí, que yo estaba conforme con todo lo que me pasaba, por mi madre que no tenía ninguna culpa. Qué culpa iba a tener, si ya no sé el tiempo que hace que ni puede levantarse de la cama. Aún la veo encogida, aterrorizada, agarrándose con las manos a las sábanas cuando entró el Manolo tambaleándose en su cuarto, chillando como un bestia y yo corriendo detrás de él por todo el pasillo. Vieja asquerosa, le gritaba, pingo, zorra, a ver si te mueres de una puta vez, y agarró una silla y le rompió las patas contra el suelo de pura rabia, y venga gritar barbaridades y yo cogiéndolo a él del brazo y diciéndole que ella no tiene nada que ver, que ya no volveré a llegar tarde a casa, que date cuenta que es víspera de nochebuena y hay que tener paz. Y él ronco de gritar y de dar golpes a todos los muebles, como loco, coge la ropa de la cama y la quita de golpe. Pobre madre, se quedó con todo el cuerpo al aire, asustada como un pajarico al que le van a retorcer el cuello. Y ahí sí que ya no pude más, se me puso un algo en la cabeza, no sé qué, pero dije este tío a mi madre no la toca. Así que con una de las patas rotas le di un estacazo en la cabeza con todas mis fuerzas y lo empujé para que no se cayera encima de la cama.
Le di a mi madre agua del carmen y yo también me bebí media botella. La arropé y me tumbé a su lado abrazándola para que dejara de temblar, pero a ninguna de las dos se nos pasaba el susto, viendo tirado en el suelo a mi marido. Y yo cada vez tenía mas miedo al imaginarme qué pasaría cuando abriera los ojos, en cómo nos miraría y en lo que haría. Me volvía loca sólo de pensarlo. Lo único que quería era que tardara lo más posible en despertarse, a ver si mientras se me ocurría algo. Así que cogí la botella de alcohol que tenía mi madre en la mesilla para las inyecciones, con mucho cuidado se la metí en la boca al Manolo y le fui soltando chorros hasta que se acabó. Entonces, como roncaba muy fuerte, aproveché para llevármelo arrastrando hasta el otro cuarto, más que nada para que mi madre no tuviera que verlo ahí todo el tiempo. Y malamente, como pude, lo puse encima de la cama y lo tapé con una manta por encima. Luego, en una carrera me acerqué a mi casa y me traje dos botellas de coñac. Toda la noche me la pasé asomándome al cuarto y metiéndole el coñac por la boca, las dos botellas enteras, tapándole la nariz para que tragara y pensando que no se despierte, que no se despierte.
Mira por donde yo, que siempre he sido tan torpe, tan poca cosa, tan cobarde para todo, supe sacar fuerzas esa noche y la mañana siguiente. Ya amanecido, la última vez que fui a verlo no respiraba. Volví a donde mi madre y le dije madre, que el Manolo se ha muerto, descanse usted un poco que dentro de un rato iré a avisar a los vecinos. Y ella lloró y cerró los ojos y al poco rato se durmió, pobrecilla, después de haber pasado toda la noche en vela.
A veces pienso que a lo mejor tenía razón él y es verdad que soy una mierda y una destalentada y que por eso hice la tontería de matarlo, con lo que me quería. Aunque a saber. Mis amigas dicen que nones y yo, a medida que pasan los días y voy cavilando, ya no sé decir si me quería o no. Mi madre nunca me pegaba ni yo le pego a ella cuando hace ascos para tomarse las medicinas, o cuando ensucia la cama, o cuando se deja más de la mitad de la comida, y hay que ver lo que nos queremos. Como que todo esto no hubiera pasado de no ser porque el burro de mi marido le quiso hacer daño. Hice bien en no consentirlo, que una madre es una madre y él no tenía por qué meterse con ella. De lo que sí estoy segura es de que, por lo que fuera, yo ya no lo quería, porque qué clase de querer puede haber si lo mato y me quedo tan fresca. Lloré mucho, claro, porque tenía mucha pena y mucho miedo en el cuerpo y mucha tranquilidad de que ya no pudiera hacernos nada, se me juntó todo, pero no me entró arrepentimiento.
Aunque a estas alturas de qué me sirve darle vueltas y vueltas que si sí, que si no. Lo hecho, hecho está. Y si es verdad que me quería pues bueno, y si no, pues bueno también. Que no soy la primera que se queda sin marido y a lo mejor es verdad lo que dicen mis amigas, que a limpia no me gana nadie y que con el tiempo puedo encontrar una buena casa y ganarme la vida como las demás. Y si no tengo a nadie que se acueste conmigo, más tranquila duermo. Al final va a resultar que no soy tan tonta como él se creía ni me hacen falta amores de los que te corren por la casa a trompazos y bofetones. Mejor están las cosas como están. Ya lo dijo con intención el cura en el entierro: la paz que dejas te lleves. Y todos contestaron: descanse en paz. Así que, amén.
Con este relato, Isabel Barceló ganó el Primer Premio del I Certamen de Relatos Breves sobre Mujeres del Ayuntamiento de Catarroja (Valencia) en 2001.