Patricia Highsmith: Las dos caras de enero

¿Por qué hay personas que están muy unidas? ¿Qué las une? ¿Qué es el delito, como ata a unos desconocidos, a tres personas que quizá se odian pero que no se separarán ya nunca más? Patricia Highsmith da algunas respuestas en esta novela, respuestas que al final se vuelven preguntas, porque nunca podrán explicarse claramente algunas cosas, algunas relaciones. Un estafador, su mujer y un joven compatriota se encuentran en Grecia y sus vidas quedan unidas, encadenadas irremediablemente cuando el joven ayuda en un hotel al estafador a esconder el cadáver de un policía al que el primero ha matado de una manera no del todo accidental. A lo largo de esta espléndida novela, Patricia Highsmith profundiza en las relaciones que se establecen entre los personajes, que pasan por situaciones de desconfianza, celos, violencia, colaboración interesada, pero también por soprendentes momentos en que se ayudan unos a otros, incluso a burlar la acción de la policía que los busca con constancia y con serio empeño. El joven y la mujer del estafador, cuyo marido le lleva diecisiete años, tropiezan consigo mismos al inicio de una relación que no acaba de cuajar y que no ocultan debidamente. El joven cree ver en ella rasgos de una chica por la que se sintió muy atraído cuando era un adolescente y los recuerdos lo abruman, lo maniatan. En el estafador ve rasgos de su propio padre, un padre severo que ha muerto recientemente y con el que mantenía este joven una relación muy tirante, motivo por el que no ha asistido al entierro. Esas coincidencias le impiden apartarse de ellos, lo adentran en una relación peligrosa y delictiva. Patricia Highsmith, maestra de la caracterización psicológica y alérgica a toda moralina, va contando la historia desde el punto de vista del joven, Rydal, pero también desde el punto del vista del estafador, Chester, con lo que no tenemos un personaje preponderante y entendemos que lo que importa en esta novela es ver cómo se anudan y desanudan los intereses de los tres personajes, cómo se atraen y cómo se repelen y cómo, a la postre, quedan unidos por algo que algunos llamarían destino, otros casualidad, otros cabezonería, otros fatalidad. Sin el talento inmenso de Highsmith este libro no tendría sentido: son trescientas páginas en las que apenas asoman los personajes secundarios, en que se ve al trío protagonista comer, dormir, conversar, y no hay una acción continuada en forma de sorpresas inesperadas, giros efectistas, disparos a mansalva. Patricia Highsmith es una gran autora, una escritora con letras mayúsculas, una creadora imprescindible porque se aplica a contar lo suyo, lo que quiere, y no falsea ni plaga de trampas sus textos. No da engañifa. Las emociones nos llegan intactas, los pensamientos nos parecen creíbles y el trío protagonista se nos antoja real, sumamente real. Y, como digo, el libro responde a una serie de preguntas que en él mismo se formulan e invita a contestar otras, al acabar su lectura, que el lector se hará y sólo él podrá responder. Esto, tan poco común en la novela negra, habla del mérito inigualable de la autora y acerca otra más de sus novelas a ese reino de la literatura clásica en que da igual de dónde se ha partido pues el que consigue asiento ocupa un espacio en el que las etiquetas sólo resultan un resabio antiguo, una marca vana.


Lectura: En el blog "En la Aurora", un poema: "Los ojos cerrados"

Lorenzo Silva: El lejano país de los estanques

Una extranjera alta, guapa, que imanta a hombres y a mujeres, se pasea por un pueblecito mallorquín disfrutando de la vida y de la compañía de los que la idolatran por su belleza y su sensualidad. Hasta que la matan y han de intervenir dos investigadores de la guardia civil llegados de Madrid que se mezclan con los veraneantes y, de incógnito, consiguen relacionarse con quienes pueden haber cometido el crimen. Ellos son Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro, los personajes más conocidos y celebrados de Lorenzo Silva.
La novela, siguiendo el ejemplo máximo de Raymond Chandler, está contada en primera persona por Bevilacqua, sargento con firmes convicciones y honda sensibilidad, en esta primera obra del ciclo, muy claramente deudora de la visión del mundo de Philip Marlowe, el personaje de Chandler que es el narrador de la mejor novela negra jamás escrita: "El largo adiós". En Bevilacqua hay cultura y se percibe inteligencia, pero nunca son un lastre, sino una ventaja que sumar a su labor investigadora, esclarecedora de las maldades y bondades de los presuntos asesinos, de los presuntos culpables. Nunca alardea Bevilacqua de su cultura ni de su inteligencia, pero parece bien claro que en una sociedad como la nuestra, en que tanto peso tienen el ocio y el arte -no directamente, en las portadas de los periódicos, pero sí en todo lo que se percibe detrás y se vive detrás, sin mediación imperialista y monetaria acechante-, en que la repetición y la historia son condicionantes de gran importancia, esa cultura y esa inteligencia resultan fundamentales para no caminar por espacios de brutalidad y sinrazón investigadores, dando palos de ciego, basándolo todo en el más que superado instinto y la más que superada corazonada. El policía de nuestro siglo es un agente social y cultural si es honrado -bien lo sabemos desde Carvalho-, si le preocupa de verdad llegar al fondo de las cuestiones, de los hechos, si tiene un auténtico deseo de abrazar la verdad. Ahí está también el Brunetti de Donna Leon para corroborarlo.
"El lejano país de los estanques" es una muestra más del talento de Lorenzo Silva, nuestro mejor escritor de novela negra. Aun siendo la primera de la serie no se trata de una novela menor: la resolución del caso muestra que lo elaborado de la trama no es capricho, no es simple enredo policial, sino que, por el contrario, aclara las zonas de sombra de la investigación y pone finalmente de relieve la importancia de los personajes, las pulsiones que los acometen, las contradicciones, las dudas, las zozobras del alma humana. Lorenzo Silva es un escritor progresista y humanista, no importa que estos términos coticen a la baja en este mercado de productos prefabricados actual: sus novelas negras crean personajes convincentes, plantean cuestiones que van más allá de la última página del libro y mueven a una sincera compasión por las debilidades humanas, incluso las más fácilmente rechazables, que son el mismo fruto de las motivaciones que llevaron a escribir a los autores más realistas y más comprometidos del pasado. En Lorenzo Silva no cabe señalar esto con trazos gruesos, no queda remarcado por la voluntad machacona del autor -como dejó claro en "Nadie vale más que otro", colección de cuentos que ya desde su título deja constancia de una visión de las cosas y de nuestra sociedad muy evidente y plausible-, pues no es en la letra gorda donde quiere moverse este madrileño. La asesinada de esta novela vive después de muerta; en las palabras de quienes la trataron y se acercaron a ella sin penetrar su misterio sigue viva su imagen y la fascinación que despertaba. En los pequeños detalles vamos sabiendo más de ella, vamos componiendo su personalidad gracias a los comentarios sueltos -que no suelen ser positivos más allá de las loas a su físico despampanante-, y cuando acabamos la lectura nos encontramos con que, aunque parecía estar muerta, de repente está viva y entera para el lector, es un ser que se muestra y se oculta, que se da y esquiva, que no se despega de nuestro recuerdo porque no hemos acabado de saber quién es, qué pinta en este mundo nuestro en el que el sexo plural y el disfrute sin medida son cada vez más importantes, más irrechazables. Lorenzo Silva medita sobre eso, nos deja preguntas -como hacen los autores más capaces y que tienen más en cuenta al lector- en una novela memorable que crece con cada relectura que hacemos, como la presencia, el valor de cada persona que se merece un segundo vistazo, un rato para pensar tranquilamente y de manera nada censuradora en cómo es y en qué se diferencia de nosotros.


Texto recomendado: "Pan con mantequilla y música", en el blog de Elèna Casero

Otro texto: " El éxito" (blog En la Aurora)

Mario Vargas LLosa: Lituma en los Andes

Hay violencia y hay amor en este libro, una violencia cruda, extrema en ocasiones; y un amor puro, inocente, pero que nace también de un acto violento. Vargas Llosa cuenta la historia de dos guardias civiles en un lugar alejado de la civilización central, en unas sierras en las que los mitos, la magia, los miedos y las brujas aún tienen cabida. Investigan la desaparición de tres personas. Como en las mejores novelas negras, intuimos pronto que la investigación no acabará llevando a nadie ante la justicia, que el autor nos va a trasladar a espacios donde lo más hondo del hombre puede ser visto durante un rato, contemplado por los que también somos hombres y vamos a sentir horror, pero también triste reconocimiento: porque todos somos hombres y todos somos portadores de venganza, superstición y violencia en nuestros corazones.
Lituma y Carreño están condenados a convivir con el tiempo hostil de las sierras, con los trabajadores de una población en decadencia que no los aceptan y que preferirían que se marcharan. En un infierno real y palpable, unos y otros callan y ocultan y disimulan sus pesares y tiran adelante simplemente sobreviviendo. Cerca está Sendero Luminoso, organización que está contra el poder establecido, corrupto y una vez más olvidado del pobre, del necesitado, del humillado, del ofendido, y que (quizá de manera un poco supercial, como veíamos a los indios en ciertos westerns) aparece para matar, para dar lecciones que se sustentan tristemente en el uso de las armas y mediante ejecuciones, algunas muy crueles e injustas. Pero Vargas Llosa no hace de los revolucionarios armados unos títeres pues también cuenta las barbaridades de las fuerzas policiales, sus torturas (queman los pies de un muchacho que apenas habla, que no puede hacerse entender porque es deficiente mental sin dudarlo, cumpliendo con su "obligación" tan sólo), e iguala el salvajismo, sitúa a unos y a otros en el exceso y el amor por una violencia que no tiene justificación (los débiles siempre pagan, los que piensan diferente son enemigos para el bando que no los entiende ni quiere entenderlos). Lituma y Carreño, mientras esperan que los senderistas vengan a matarlos, contemplan y sueñan y recuerdan y se encomiendan a la suerte, al abrazo consolador del tiempo que no los mata aún.
Carreño recuerda su amor por una mujer a la que liberó del maltrato de un poderoso al que le servía de custodio en un ímpetu que por poco le cuesta la vida: oye a la mujer quejarse de golpes mientras el poderoso la usa como a una muñeca y acude, dispara contra el hombre y huye con la muchacha, que nunca muestra por él más que agradecimiento. Le cuenta Carreño a Lituma por las noches su aventura, como si encendiera la pantalla de un cine, seguramente exagerando, embelleciendo su rememoración. Es la vía de escape de dos policías que siguen adelante con su investigación y que eluden los alfilerazos de violencia por casualidad -uno de la naturaleza, con un alud tremebundo que arrasa la población y finiquita las tareas iniciadas y dispersa a los trabajadores - hasta que llegan al encuentro de lo que cada uno deseaba. Lituma conoce la verdad y reniega de lo sabido, de la resolución del caso, de la gente a la que ha conocido en ese destierro inolvidable. Las leyendas, el poder de los dioses ocultos no ha desaparecido, la violencia es un mal que viaja con el hombre allá donde va, un infierno ambulante que brota con oscura seguridad cuando se cumplen las condiciones y algunos se agrupan, deciden defenderse, crean o inventan un enemigo: Vargas Llosa nos dice con esta novela que aún no hemos salido de una edad de piedra mental que nos ata y nos corroe, nos impide ser verdaderamente seres humanos adultos y sensibles y compasivos. Con la intercalación inevitable -y excelsa, literariamente hablando- de la voz de una autodenonimada bruja, que capitanea las almas de los hombres sencillos y temerosos, que les ofrece consuelo mediante el alcohol, la procacidad y los bajos instintos, la novela alcanza unas cotas elevadas y una consistencia que falta en la mayor parte de las obras del subgénero, en las que el mal no se ve, no se explica, sólo es mostrado lejanamente, quizá porque no se acierta a darle voz ni encarnadura, con lo que los intentos de plasmación de algo serio quedan en simple juego o en abuso del lugar común la mayor parte de las veces. "Lituma en los Andes" asciende muchísimos peldaños y se convierte en una novela redonda, en una exploración conseguida y valiente que, más allá de ciertas lecturas interesada o desinteresadamente políticas y de ciertos puntos de discordia que no a todos pueden convencer, se sostiene con el aplomo de una de esas raras novelas que quien las escribe sabe que no desaparecerán por la puerta de atrás y que encajan muy bien en un conjunto que, como es el caso, ofrece logros incontestables y universales y sirven para apuntalarlo con sobriedad y autonomía creativa. Dicho sea de paso, es una novela negra de las más literarias, mejor escritas, mejor estructuradas y más recordables que he leído.