Rubem Fonseca: El gran arte


Poco conocido y poco leído en nuestro país, Rubem Fonseca es uno de los autores mayores de la novela negra, lo que atestigua la concesión del Premio Camôes en 2003, el galardón más preciado para los autores de lengua portuguesa, que recibió este gran escritor gracias a la escritura de obras como esta, considerada su mejor novela y un libro sin duda plenamente encuadrable en el género negro. Pues hay en él una investigación, asesinatos, escenas de acción. Escrito con un estilo conciso pero nada parco, sin alardes de ningún tipo pero sin carencias tampoco, El gran arte es sencillamente subyugante, está cuajado de personajes que escapan a la fácil  clasificación y que, aunque se acercan al estereotipo, nunca caen al precipicio de lo conocido y hartamente frecuentado. Rubem Fonseca, un autor imprescindible, absolutamente mayor, uno de los más grandes de los veteranos y vivos, no se acerca al género negro con la mirada del que se cree superior, tampoco para parodiar, sino que se mete de lleno y, con respeto y plena creencia en los materiales que maneja, nos cuenta una historia de violencia, poder y ambiciones que resulta fascinante, tanto como algunos clásicos de la literatura de siglos pasados, esos de nombres de campanillas y lugar en el olimpo de los grandes creadores. 
Contribuye a que esto ocurra la segunda parte de la novela, cuando, después de haberle dado voz a un abogado que ama a demasiadas mujeres, centro de la historia y narrador general, Fonseca desplaza la mirada  y narra lo que son y hacen los otros personajes fundamentales del libro, a los que normalmente solo vemos porque son observados por el narrador o protagonista. Se enriquece el libro, se amplía el alcance de lo contado, las perspectivas aumentan y El gran arte deviene obra coral y proteica, y Fonseca nos atrapa llevándonos a las casas de los ricos y a las de los pobres, mostrándonos los deseos y los sueños y los placeres buscados y encontrados de ambos, que no son iguales más que en el interés que despiertan en el lector. Sin ahorrar nunca en crudeza, en verdad -eso que, después de todo, escasea tanto en un género que quiere ser el heredero del realista de antaño y se pierde en la repetición hueca y vana de las fórmulas ajenas y copia lo lejano y pretende insertarlo en otra realidad que le es ajena e imposible, gran error de los miméticos-, e insistiendo en los apetitos sexuales caracterizadores, la historia se vuelve transparente y cercana aunque se nos estén planteando escenas en las que no falta la sangre ni los hallazgos más dolorosos, y Fonseca, un clásico de ahora y quizá ya de siempre, es capaz de dibujarlo todo con firmeza y  claridad absolutas sin recurrir a otra cosa que la nitidez, la sencillez, la proximidad que consigue con un talento amplísimo para decir y esculpir a un tiempo: esa maravilla que consiste en hacer avanzar una historia atendiendo a todos los recursos narrativos válidos y a la vez entregándolos como si la historia avanzara desnuda, sin condimentos, porque solo así es y puede ser, así solamente puede ser contada: sello de autor, estilo propio, maestría de quien sabe que habla despojado de artificios y trucos, de quien camina sin mirar sus huellas pero sabiendo que no falla ningún paso ni siquiera con los ojos cerrados al borde del precipicio. 
El arte mayor de la novela aplaude la aparición de obras como esta. Que podamos incorporarlas al catálogo de nuestra cosecha negra es para felicitarnos. El lector que busque entretenerse, podrá disfrutar con Mandrake, el abogado que se ve metido en un caso que lo supera y que alcanza a las capas más altas y a las más bajas de la sociedad: banqueros y sicarios. Se preguntará quién es el asesino que mata prostitutas y las marca con un P sangrienta, hecha con la hoja de un cuchillo, en la cara. Ralentizará la lectura en pasajes de amor y sexo. Se reirá con los parlamentos de un enano que se ríe de sí mismo y de todo el mundo. Asistirá a enfrentamientos entre expertos en el manejo del cuchillo -esa arma que nunca estuvo de moda y nunca dejará de estarlo-, apretará las mandíbulas cuando caen y se clavan los filos, porque casi duelen más allá de lo impreso. Corroborará que la corrupción no es un mal del pobre, que la cultura del que triunfa no es pequeña ni ahoga su odio frío. Y podrá acabar diciéndose que, con novelas como El gran arte, la nómina de grandes maestros es mejor y más defendible, y que la novela negra es la que más y mejor describe nuestro convulso presente.