Ross Macdonald: La piscina de los ahogados (5). Un joven malo.

 


   Archer actúa por su cuenta. Sabe, tras algunas pesquisas, dónde está el muchacho al que se acusa de haber matado a la suegra de su clienta y lo prende y decide viajar de un estado a otro para entregárselo a la policía. Le paga a un joven Dostoievski demasiado aficionado al juego para que conduzca el coche y se sienta detrás, con el revólver descansando en una pierna. El muchacho apresado se duerme, con la cabeza apoyada en el cristal, pese a la proximidad a la cárcel: "Me incliné hacia adelante. Reavis se había deslizado en el asiento, con los brazos y hombros extendidos sobre él, y las piernas bajo el tablero y presionando contra el suelo [del auto]. Su cuerpo estaba fláccido y parecía como muerto. Por un instante temí que lo estuviera, que toda su vida se hubiera escurrido por la herida ocasionada a su ego." La riqueza creativa, la calidad de las imágenes de la novela es incesante, siempre de altura, como si hubiera sido escrita en estado de gracia, ya que no hay una sola página en la que no encontremos algo para subrayar, para repetir en voz alta, para memorizar o citar más tarde.